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Un témpano VII


Para septiembre, cuando atempera un poco el frió, el hielo desaparece y el lago que a perdido nivel, se lleva de a poco el agua de la bahia, ayudado por los vientos que en esa época suelen soplar con mayor intensidad y la transforman en un espacio árido, cuyo único síntoma de vida lo conforman los remolinos de tierra y las plantas con abrojos que se adhieren a uno al menor roce. Este es el tiempo también en el que retornan las aves, como los cauquenes, luego de haber recorrido miles de kilómetros hacia el norte escapándole al frío, como lo hacen también, muchos de los que trabajan en el turismo, para incorporarse a la actividad. El lugar adquiere con la presencia de las más variadas aves, un clima de fiesta, propio del apareamiento, en el que los machos se disputan la posesión de las hembras, despertando con sus sonidos la vida y dejando atrás la calma que el invierno le impone a este mágico lugar. Los pequeños matorrales y algún pajonal, sirven de refugio para que las aves construyan con paciencia sus nidos, en donde las hembras depositan sus huevos. No van a pasar muchas semanas en lo que uno ya puede encontrarse con las bandadas de teritos corriendo detrás de su madre y los machos que se enfrentan sin temor alguno a las aves rapaces, como el gavilán ceniciento, que suele merodear por la zona. Disfruto mucho de ver a los pichones de cisnes paseando arriba de su madre, que de vez en cuando, de una sacudida los tiran al agua para que aprendan a nadar o a los flamencos que cuando son pichones parecen un plumero sucio y a los pocos meses deslumbras con sus colores rosados.

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