Ir al contenido principal

Padre cielo VI

Nuestro andar empieza a cambiar. El ritmo ahora lo impone la naturaleza. Los arroyos que el tenue deshielo alimenta son atravesados por troncos que juegan a ser puentes y que le aportan al transitar la cuota de vértigo que los que estamos acostumbrados al terreno firme sentimos al caminarlo. Y otra vez la misma sensación. La mente que se deja correr como un velo que cede frente a la urgencia de esa energía -que muchos llaman alma- y que en este escenario natural parece querer manifestarse.

Comentarios

  1. Gracias por pasar por mi lugar y hermosas las fotos de tu ciudad, nos comunicamos si queres...

    ResponderBorrar
  2. Otro encuadre presioso, de un paisaje sin igual. Gracias por tu diario de viaje. Saludos.

    ResponderBorrar
  3. Hola, gracias por tu visita y déjame decirte que es maravilloso tu diario de viaje, nunca fui a Calafate y esas imágenes me encantaron.

    Saludos.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

No ser

Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre.  La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia.  Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...

Encuentro

Estaba sentado en la confitería de la terminal. Lo reconocí, aunque no había leído hasta ese momento ninguno de sus libros. Era Peña, el escritor, Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Había escuchado hablar de él, de sus premios y de la Trágica gaviota patagónica, su libro más mentado. Nos saludamos con un ligero movimiento de cabeza y, sin decir nada, seguí con mis cosas. Pasaron más de veinte años de ese momento. Peña ya no está entre nosotros. A mí me quedó la imagen solitaria, como ensimismada, de él, sentado en la confitería; y me quedaron sus libros, los que, a medida que fui leyendo, fueron incrementando mi entusiasmo por su producción literaria. Incursionó en todos los géneros y en todos lo hizo con la misma vocación: la de ser fiel a su estilo. Los pájaros del lago fue el primero que leí. La trama tiene todos los condimentos de thriller. La historia me atrapó desde la primera página. Ambientada en la zona del Lago Argentino, los personajes y los lugares en los que acontecían los he...